Nuevo Blog

Viendo como casi todo lo que escribo aquí son críticas de algún tipo y, dentro de poco habría casi más críticas que relatos, he decidido crear otro blog para críticas: Suricato de Asalto.

Idealmente, no afectará a mi horario. Seguiré siendo todo lo regular que pueda con ambos proyectos, aunque es posible que no siempre pueda publicar a tiempo.

Dicho esto, desaparezco de nuevo.

Silverpilen II

El autobús (a falta de una palabra que le pudiese hacer justicia) tenía toda la pinta de no haber sido nuevo ni cuando salió de la cadena de montaje. Hannah estaba segura de que un pisotón fuerte podría partir el suelo del vehículo por la mitad, como si fuese un mondadientes podrido. Los baches hacían temblar las ventanas como si estuviese pasando un bombardero por el interior del autobús.
Seguir leyendo «Silverpilen II»

Silverpilen I

Hace mucho escribí un relato de metros en dos partes y, francamente, me encantó y me lo pasé genial jugueteando con leyendas urbanas. Tras mucho tiempo no haciendo nada y leyendo más y más leyendas urbanas, he decidido continuar con las andanzas de Hannah por estaciones fantasmas.

Hannah empezó a andar por la estación. No parecía que esta vez estuviese en Francia. Hacía mucho más frío. Se frotó las manos y echó un vistazo alrededor. No parecía que hiciese falta subir escaleras para salir. Al fondo del túnel había una luz blanca y fría. Como la última vez, la gente fue apareciendo poco a poco y rodeándola. La gente la había mirado con mayor interés en Croix-Rouge.

Obviamente, las personas estaban demasiado ensimismadas o, por el contrario, eran demasiado educadas como para comentar que una persona acababa de aparecer de la nada.

Hannah tampoco quería llamar la atención –más, al menos–, de manera que no le molestaba demasiado que todos se quedasen calladitos.

A medida que la chica iba llegando a la salida, la luz iba palideciendo, haciéndose más suave, más relajada.

Salió al aire e inspiró. Olía a smog, a edificios y a cemento mojado. No era del todo desagradable. Tampoco era un olor que alguien querría tener siempre presente, pero a la gente que estaba ahí no parecía molestarles demasiado. Parecían, de hecho, bastante contentos de estar en Kymlinge, si los carteles eran de fiar.

Algunos leían sus tablets. Otros charlaban alegremente entre ellos. La ocasional víctima de la moda intentaba que su pinganillo bluetooth no se le cayese de la oreja. El ocasional cretino se burlaba de la víctima. Algunos estaban muy ocupados investigando las gargantas de sus parejas.

Nadie pareció sorprenderse cuando un tren plateado se materializó en las vías, bramando, humeando, relampagueando y tambaleándose, como si de una película de ciencia-ficción barata se tratase. El tren era antiguo, parecido a los trenes típicos de los cincuenta, con ese estilo art-déco que tan famoso fue una vez.

Un hombre vestido de jefe de estación, con gorra incluida, miró su reloj. Parecía demasiado mayor para su trabajo. Suspiró y sacudió la cabeza. Se acercó, con algún que otro reluctante “voluntario”, y abrió las puertas. Las abrió como por arte de magia: colocó un aparato sobre el vagón plateado que tenía en frente y, de pronto, todas las puertas se abrieron al unísono y de golpe.

En un vagón había un par de adolescentes despistados, un borrachuzo y un hombre trajeado con pinta de nervioso. El jefe de estación se fue acercando a todos los vagones y la gente se fue bajando. Cuando le llegó el turno al borracho ni el jefe de estación ni el borracho parecían muy contentos. El borrachín miró el cartel de la parada y, una vez lo descifró, empezó a chillar como un poseso.

-Nej! Inte Kymlinge! Jag kommer inte att gå av! Inte här!

-Ja. Du måste gå av. Det är de regler.

Hannah, tras considerar qué hacer, decidió hacer lo correcto: se acercó al borracho y, con la ayuda del jefe de estación y otro hombre, bajaron al pobre diablo del tren, que chillaba una y otra vez al tiempo que pataleaba: Jag vill inte dö! Låt mig stanna!

El jefe de estación miró a Hannah y se dirigió a ella.

-Tack för hjälpen.

-Oh, no hablo… lo que usted.-replicó Hannah, sonriendo.

-Amerikan?-dijo el anciano-Mi inglés está, ¿cómo es? ¿Oxidado?

-Sí, así es.

-Quería darle las gracias por su ayuda, señorita. No parecía ser de por aquí y, por lo que veo, no me he equivocado.-siguió, guiñando como los abuelos hacen: con los dos ojos, pero cerrando uno más fuerte que el otro.

-¿Qué decía el hombre?-preguntó Hannah, mientras el ebrio ciudadano marchaba hacia un banco dando tumbos.

-Tonterías de borracho.-dijo el jefe de estación, un poco nervioso.-Pero eso no importa. ¿De dónde viene usted, señorita?

Hannah pensó a fondo cómo responder a la pregunta del viejecito. Se arriesgó a decir la verdad. Después de todo, si un tren aparecía como acababa de hacerlo, que una persona apareciese, no debiera ser tan raro. El tren se puso en marcha, resoplando como un niño gordo subiendo una colina.

-Hmm. Eso es… ¿curioso?-Hannah asintió-El Silverpilen pasa por aquí como si de un reloj se tratase, pero… ¿personas?

-Sí, en el lugar desde donde acabo de llevar había una oficina diseñada para evitar esto. Bueno, no esto, sino para que la gente no se quedase atrapada.-explicó Hannah.

-Pues, que yo sepa, no tenemos manera de devolver a la gente que se pierde aquí a su mundo.-concedió el anciano.-Puede preguntar a la gente de la universidad de Ciencias Extrañas. Si alguien sabe algo, serán ellos.

-¿Y dónde está?-preguntó la chica, emocionada.

-En… ¿dónde era? No me acuerdo, déjame que mire en mi caseta.

El jefe de estación empezó a andar con parsimonia hacia una especie de garita verde. Encima de ella había un cartel que rezaba: förlorade. Hannah habría apostado sus inservibles dólares y francos a que “förlorade” debía significar algo así como “perdidos”.

Las personas que habían salido del tren parecían haberse dado cuenta de lo que acababa de pasar y se estaban acercando a la única figura de autoridad que veían: el anciano.

-Vad hände?-preguntaban muchas de las personas.

-Det är alla beredda.-replicó el anciano, tranquilo. Miró a la joven “amerikan” y, en su inglés razonablemente bueno, prosiguió.-Cuando esto empezó a suceder, nos dimos cuenta de que no nos quedaba otra; así que hay una serie de casas preparadas para las personas que se pierden aquí. Es lo que pasa cuando se montan en su “Flecha Plateada”. Pero bueno.

El jefe de estación desapareció en su garita y sacó un montón de panfletos. Consiguió repartirlos casi todos. Las personas, más bien asustadas, aceptaban la ayuda que se les estaba ofreciendo. El borracho no. Seguía llorando, chillando y montando una escena en general. Finalmente, una mujer se apiadó de él y empezó a darle conversación. No pareció calmarse demasiado, pero no resultaba tan irritante como antes.

Hannah se sentó y esperó su turno, a pesar de que había llegado antes que los que acababan de salir del tren.

Poco a poco, después de que el anciano explicase lo que acababa de pasar, algunas personas se quedaron con Hannah; sentadas y esperando con toda la paciencia que podían reunir. La mayoría se fue yendo de la estación, descorazonada y perdida. El borracho desapareció.

Un hombre se sentó al lado de Hannah.

-Hallå.-dijo, sonriendo.

-No hablo su idioma.-Hannah sonrió.

-Amerikan?-preguntó el hombre.

Hannah asintió.

-¿Qué hace aquí?- prosiguió el hombre, con un inglés más refinado que el del jefe de estación.

-Estar perdida. Es la segunda vez que estoy donde no debo.

-¿Segunda?

-Sí, es una historia… curiosa.

-Creo que podría creerme, viendo lo que me acaba de pasar, otra historia igual de ridícula.-el hombre rió.-Venga, cuénteme su historia. Yo le contaré la mía a cambio. Me monté en ese tren. He terminado aquí.

-¿Solo eso?-dijo Hannah.

-¿Le parece poco?

-Hombre, es chocante, pero me esperaba algo más… especial, supongo. Por no decir que lo está llevando muy bien.-explicó la joven.

-Sí, eso parece, supongo. Creo que todavía no termino de creérmelo, ¿sabe?

-Me pasó lo mismo a mí.-confesó Hannah.

-¿Por eso está tan tranquila?

-Hasta cierto punto, sí.

-Bueno, ¿qué le pasó?-continuó el desconocido mientras el jefe de estación volvía, con unos panfletos distintos a los anteriores en la mano.

-Pues, a ver. Estaba en París…-Hannah contó su historia, empezándola de nuevo cuando llegó el anciano a su banco.

Cuando terminó, el anciano se estiró y les entregó sus panfletos.

-Es curioso.-concedió el jefe.-Nunca había llegado alguien así aquí antes. Al menos no conmigo trabajando y llevo mucho tiempo aquí. Pero bueno, aquí-el hombre señaló una parte del tríptico que les acababa de entregar al tiempo que se dirigía a las pocas personas que habían querido arriesgarse a quedarse-está la dirección de la universidad de Ciencias Extrañas. Son gente especial. Y eso es siendo buenos.

-¿Cómo llegamos?-preguntó Hannah.

-Hay un autobús que les puede llevar.-replicó en inglés para el beneficio de Hannah y en su idioma para el resto de personas.-Sale en dos horas de aquí mismo. También pueden ir en tren,-dijo, riéndose.-pero me sorprendería que quiera acercarse a un vagón ahora mismo. Les recomiendo el autobús, aun así. Es gratuito para gente de su… naturaleza.

Tras decirlo en su idioma, la gente se rió nerviosa.

-¿Y ahora qué?-preguntó el desconocido.-Bueno, soy Hans. El nombre más típico para alguien como yo.

Hannah se rió, algo menos nerviosa que Hans y sus compatriotas.

El hombre tenía razón, la verdad. Era alto, rubio, con ojos azules y una mandíbula con la que podría partir un portaaviones.

-Un placer. Yo soy Hannah. Ahora, lo que yo haría, sería comer mientras esperamos a ese autobús.

-Buena idea.-sonrió Hans.

Ambos se levantaron y se marcharon con la marea de gente perdida. Ya se estaban formando pequeños grupos, se estaban creando amistades que durarían lo que tuviesen que durar, fuese toda una vida o tres días. A juzgar por la expresión del anciano, esas amistades iban a durar para toda la vida.

Hannah y Hans se despidieron, junto con otras personas, del jefe de estación, que estaba encerrándose en su garita, sacudiendo la cabeza.

La carga

Luis paró un momento y se puso a respirar, intentando retomar el aliento. A su alrededor se alzaban estructuras de aluminio y plástico. Se extendían a lo lejos, en pasillos estrechos, iluminados por neones que parpadeaban, haciendo que las sombras danzasen como si de una rave infernal se tratase. La luz era azul y fría, como los ojos de los que cargaban contra él. Todos eran altos como titanes o demonios. Y tenían la misma expresión de alegría.
Seguir leyendo «La carga»