Vigilancia, parte 21

Me monté en el Charger y pensé. Las mujeres iban a ser ilegales. Si avisaba a la policía, ellos harían lo legal. Las deportarían. Era comprensible. Es lo que dicen los manuales de ley.

Sin embargo, no era lo correcto. No podía avisar a la policía. Suzette se enfadaría conmigo, pero no demasiado. No era la primera vez que había hecho algo así.

Me quité el sombrero y lo observé a fondo mientras me mordía el labio.

Me lo volví a poner y me rasqué las costuras del cuello.

El Loa no era mala idea. Él no paraba a los traficantes de blancas porque no tenía suficientes como para parar todas las entradas de traficantes y coyotes al país. Básicamente, tenía demasiadas cosas que hacer y no podía pararlo todo.

Al menos eso decía.

Yo quería creerle y, por cómo tomaba represalias contra traficantes cuando podía hacerlo, era bastante fácil.

Pero una parte de mi cerebro me hacía desconfiar un poco, aunque no quería.

–Joder –murmuré.

Me quedaban unas pocas horas todavía, así que decidí ir al puerto a echar un vistazo.

Tendría que saber por dónde iba a entrar el contenedor. Con suerte, podría localizarlo y rescatar a la gente que estaba dentro antes de que los camaradas de Sammy pudiesen echarles las zarpas encima.

El puerto, por norma general, no era un ni lugar amigable ni agradable.

Los trabajadores, normalmente, estaban cansados de estar al aire libre, manejando vehículos incómodos y apretados, bajo un sol de justicia y con las prisas que los capataces requerían de ellos. Así pues, no solían recibir a la gente con amplias sonrisas y brazos abiertos.

La parte desagradable del puerto de Noctua, sin embargo, era el olor.

No olía a pescado podrido.

Olía a gasolina, queroseno y combustible.

Unos años atrás había sido un polvorín. Cada dos o tres meses, algún embarcadero o nave saltaba en llamas por una colilla perdida. Afortunadamente, cada vez más gente limpiaba el suelo con mangueras y se aseguraba de que no hubiese fugas.

Pero todos los años había algún accidente. Eran espectaculares.

Al menos, eso decían los dueños. Unos cuantos grillados estaban seguros de que, en realidad, eran actos de sabotaje, para destrozar a la competencia.

Yo no estaba demasiado seguro de que fuese así, pero no me sorprendería demasiado que fuese lo que pasaba de verdad. Al menos a veces. A lo mejor lo ordenaba un mandamás sin escrúpulos.

Si eran actos de sabotaje, sin embargo, a mí no me sorprendería que tuviese más que ver con las mafias que las compañías que tenían los edificios en sí.

Los Estibadores eran una panda de animales.

No solo no tenían escrúpulos, sino que traicionaban su propio ethos, diciendo que la magia era mala, pero usándola en cuanto pensaban que les beneficiaría marginalmente.

Pero bueno, siempre hay cretinos deshonestos por ahí.

La zona C del puerto había empezado a ser parte del terreno de los Estibadores desde hacía unos cuatro meses, según mis contactos en el inframundo que eran las esferas abiertamente criminales, no como mi empleo que solo era legal gracias a una laguna legal, básicamente.

Saqué mis ganzúas de la guantera y me preparé para colarme en la nave. Antes, sin embargo, me recordé a mí mismo que tenía que llamar a El Loa para que solucionase todo cuando yo lo hubiese terminado de solucionar a mi manera.

El problema de que la zona hubiese cambiado de manos en los últimos meses era que todavía no se había reconstruido todo lo perdido en la batalla que aconteció. Las víctimas que más me pesó se hubiesen perdido fueron, innegablemente, las pocas cabinas telefónicas que había habido ahí, en algunas paredes.

Parecían haber sido arrancadas de cuajo de sus enganches, sin miramientos por la integridad estructural o estética de los muros que una vez adornaron.

Y, a juzgar por los tonos más y menos oscuros de algunas partes del suelo en algunos lugares, sin miramientos por la integridad estructural de la gente.

Saqué un cigarrillo de la pitillera y me dirigí a la entrada del puerto mientras los últimos rayos de sol desaparecían del horizonte.

El puerto de Noctua nunca dormía. Eso era bueno para casi todos. Siempre estaba pasando algo que beneficiaba a alguien. De vez en cuando pasaba algo que hacía todo lo opuesto, pero, si el culpable era caritativo, le pasaba durante muy poco tiempo.

Solté el humo por la boca, viendo cómo se esparcía, desapareciendo en pocos segundos.

“Joder”, pensé, acordándome de Karl.

No pude hacer nada.

Eso dolía.

Como con el niño.

Eso dolía todavía más.

“Joder, joder, joder”, continué.

Tenía que hacer algo, pero no sabía el qué.

Por lo menos estaba con Suzette todo lo posible, ¿no?

No llegaría temprano después de lidiar con los amigos de Sammy, pero siempre le alegraba saber que habíamos hecho lo correcto.

¿Ella sabía que lo hacía por ella también?

Que siempre me gustaba eso, pensar que ella me ayudaba.

“Sí”, me dije. “Lo sabe”.

Tiré el cigarrillo terminado y me metí otro en la boca.

Debiera llevarle algo a Suzette cuando acabase. Le encantaría.

Probablemente no le apasionaría que le trajese las muelas de uno de los cabrones de esta noche que Sammy llamaba “amigos”. Le parecería moderadamente cómico, quizás.

Llamé a la puerta de una de las oficinas que estaban a la entrada. Con suerte para los que estuviesen dentro, me dejarían usar el teléfono. Yo lo iba a usar independientemente del permiso o ausencia de tal.

La mujer que estaba ahí tenía un par de tazas nuevas en sus cajas abandonadas sobre la mesa. Probablemente se habían “caído” de un contenedor.

Y, seguramente, el tío al que se le habían “caído”, se había dado contra una puerta al tropezarse.

Tenían un iguón esculpido en el asa.

–Oiga, dos cosas –sonreí, lanzando el cigarrillo a medio acabar a la calle.

–¿Sí? –contestó ella, levantando la vista de un montón de papeles–. ¿Cómo puedo ayudarle?

–Verá, lo primero, ¿puedo comprarle una de esas tazas? Le encantaría tener una a mi novia.

–Sí, supongo –respondió, desconcertada.

–Perfecto, muchas gracias. Ahora me dice cuánto le debo. Lo segundo, ¿puedo usar su teléfono?

–Adelante, adelante –dijo, gesticulando hacia el aparato, volviendo a mirar a su pequeña montaña de papeles. Quizás una colina, más bien.

Cogí mi cartera y saqué de ella un pedazo de papel. Tenía cuatro números apuntados: el de casa, el de la oficina de Suzette, el de la oficina de Wendy (nunca se sabe cuándo se necesitará la ayuda del Departamento Central de Inteligencia) y el de El Loa. Eran los números importantes de verdad.

Suzette siempre me decía que me comprase una agenda, pero me daba demasiada pereza organizar una y, encima, me arruinaría la línea del traje o de la gabardina.

Tecleé el número de El Loa.

Unos tres pitidos después, una chica cogió el teléfono.

Era Sabrina, la hija de El Loa. Era una muchacha de veintipocos años codiciada por cualquier hombre que la viese, básicamente.

Tuve que seguirla durante unas semanas unos años atrás.

–Hola, Sabrina, soy Tracer, ¿está tu padre?

–Ahora se pone –contestó, seca.

Seguía molesta conmigo porque había hecho lo que su padre me había pedido (y pagado por) hacer. No la culpaba, la verdad.

–¿Cuánto por la taza? –pregunté, colocando la mano sobre el micrófono del aparato y mirando a la mujer.

–Diez ukus.

–Perfecto –sonreí, sacando un billete de la cartera.

Era bastante cara, la verdad, pero a Suzette le encantaría.

–No, no, la otra –susurré–. La que no tiene la caja manchada, que es un regalo.

–Oh, claro.

–Buenas noches, señor Bullitt, ¿qué tal está? ¿Lo lleva un poco mejor?

–Sí –mentí descaradamente–. ¿Le interesaría venir hoy a eso de las dos a la nave C-15 en el puerto?

–¿Por?

–Porque creo que le interesará –sonreí. Prefería que la mujer que estaba conmigo no supiese que le estaba dando un soplo–. Y si me trae un teléfono, me vendría espléndidamente.

–Hay uno en mi coche, no se preocupe. Le veré en unas horas –dijo el señor del crimen, con un tono serio, seco y acojonante.

Salí de la oficina con la taza en la mano y volví a mi coche para dejarla en la guantera.

Empecé a deambular entre las naves, buscando un punto de acceso a la C-15.

Prefería no usar las ganzúas si podía evitarlo.

La nave donde iban a, asumo, sacar a la gente del contenedor y meterla en un camión era enorme. Debía de tener unos tres pisos de altura y resultaba imponente. Las ventanas eran altas y tenían rejas en la parte más baja, para evitar que gente deplorable, como yo, se colase dentro para dormir.

Me acerqué a la puerta principal y la observé. Era una puerta con una cerradura de esas que resultaban imposibles de abrir. Al menos con mi juego de ganzúas.

Decidí que ese no iba a ser mi punto de entrada y me dirigí a una de las puertas laterales.

Tenía una cerradura de esas para llaves circulares.

Técnicamente, la podía abrir con mis herramientas, pero tardaría bastante tiempo.

Una rápida inspección del resto de puertas me demostró que, si no eran puertas a prueba de ganzúas, eran puertas con cierres circulares.

La otra opción era subir las escaleras de incendios y abrir la puerta de la oficina que estaba en lo alto de la nave. No era óptimo, pero al menos, estando en el puerto, había amarras que lanzar al aire para bajar la escalerilla de seguridad.

Lo complicado sería sustraer una sin llamar demasiado la atención.

Inspiré y me acerqué a un pequeño barco que estaba firmemente asegurado por cinco puntos distintos.

Un punto de amarre más o menos no supondría una gran diferencia, ¿no?

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