La Bomba, parte 7

Ed Kelly… El Nuevo Día. No era fácil acercarse a ellos, obviamente. Mucho menos para mí. Rocker me conocía y, seguramente, me había descrito con pelos y señales a su círculo interno. Mis quemaduras, a pesar de ser horribles, iban a ayudarme un poco con este caso.
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La Bomba, parte 6

Reinas… Reinas era un barrio especial.

La cantidad de sustancias psicoactivas con las que se traficaba por ahí era suficiente para matar al barrio entero. Y, a juzgar por la cantidad de sobredosis que había ahí al mes, alguien lo estaba intentando hacer activamente.

Frye era de las mejores calles que había. Solo aparecían cadáveres… una o dos veces al año en sus aceras. Y, normalmente, era por los primeros números.

Los homicidios del barrio se debían, por norma general, a ajustes de cuentas entre mafias y cosas parecidas.

A veces, eran crímenes pasionales, pero no demasiado.

La última vez que había pasado en Frye, curiosamente, había sido porque unos chicos habían entrado al piso de una viuda. La viuda en cuestión había estado casada con un antiguo general y, cuando los muchachos entraron, había estado limpiando la vieja semiautomática de su marido. Tuvo un ataque de pánico, cargó el arma rápidamente y, aún más rápido, la descargó.

Cuando pasó, la mujer me había contratado para seguir al marido de su hija, de manera que me llamó para que la ayudase. Le dije que les enrollase en una alfombra y que yo iría a ayudarla en cuanto pudiese. Afortunadamente, cuando me llamó, Suzette no había estado en casa, de manera que mi pequeña ruptura de la ley pasó desapercibida.

Bueno, seguramente, si le preguntase a mi novia, mi pequeña ruptura de la ley no sería tan pequeña. Pero si una mujer de setenta años se merecía ir a la cárcel por un ataque de ansiedad, no quería vivir en este mundo.

Todo sea dicho, la anciana tenía una puntería espectacular.

Pero bueno, Frye no era la clase de calle que la gente imaginaba cuando uno hablaba de Reinas. Especialmente en los números del final. Ahí no había casi grafitis y, si los había, eran “artísticos” y estaban firmados por Bomb Hugger, un artista callejero con cierto renombre, o alguno de sus colegas.

Por eso, en esta zona, había tiendas respetables. Entre ellas Smithwick, una de las tiendas de productos químicos más antiguas de toda Noctua.

Estaba delante de una plaza que habían retocado hace poco. Había una fuente, el sol iluminaba los bancos, había niños jugando y corriendo… Y, a dos manzanas de aquí, alguien le estaba partiendo los dedos a un chivato.

Y, tristemente, no me estaba inventando lo del chivato. Lo había oído mientras llegaba a la plazoleta. No había resultado agradable.

Entré en Smithwick.

Las paredes de la tienda estaban cubiertas por estanterías que, a su vez, estaban llenas de frascos de cristal llenas de líquidos y lentejas con desagradables nombres y, aún peor, inventivos y creativos símbolos que denotaban la peligrosidad de los distintos productos.

Detrás de la barra había una mujer entrada en años leyendo un catálogo y seleccionando distintas fotos con un bolígrafo.

Tenía el teléfono a mano así que, seguramente, iba a hacer un pedido.

Decidí intervenir antes de que llamase y se eternizase, negociando cantidades y precios.

–Buenos días –sonreí, apoyándome en la barra y mirando a la mujer.

–¿Cómo puedo ayudarle? –contestó, cerrando el catálogo y apoyando el bolígrafo delante de sí.

–Estoy buscando a Reggie.

–¿Reggie? ¿Por? ¿Qué ha hecho ahora? –dijo la mujer, un tanto nerviosa.

–No pasa nada –mentí y, al hacerlo, el destello de la explosión invadió mi cabeza–. Sé que vio a este hombre –improvisé, sacando la foto de John Crone de mi pitillera– y yo, como investigador que soy, tengo que encontrarle. Así que, agradecería si Reggie pudiese ayudarme.

–Entiendo –respondió la anciana, relajándose–. Ahora debiera estar en su piso. Vive en el número 3. En el segundo piso. Estudio E.

–Muchas gracias –dije, guardándome la foto y poniéndome en marcha.

Bajé la calle a paso ligero y terminé de vaciar la pitillera. Antes de llegar al número tres, paré en un estanco y compré un paquete de Silkies.

Llegué al edificio de Reggie y aproveché que un vecino salía a pasear al perro para colarme dentro.

Subí los dos pisos a todo correr y aporreé sobre la puerta del estudio E.

–Hm… –gruñó una voz desde dentro.

–¡Reggie, quiero hablar contigo! –expliqué.

–¡Ya hablé suficiente ayer!

–¿Perdón?

La puerta se entreabrió. No había cadena, de manera que empujé violentamente y me deslicé dentro del piso del hombre.

–¿Quién coño eres? –chilló el hombre, mientras yo le quitaba de en medio.

Medía un poco más que yo. Quizás… una o dos pulgadas, tenía un par de tatuajes en el cuello y suficientes piercings como para tener problemas cerca de corrientes eléctricas fuertes.

–Soy Tracer Bullitt, investigador privado. Algo me dice que tú sabes algo de la explosión de ayer.

–Mira, me da igual quién seas, no sé por qué lo he preguntado, pero te voy a echar de aquí a bucos –continuó, alzando los puños en un fútil intento de parecer más duro de lo que era.

Rápidamente abrí mi chaqueta y le desvelé mi sobaquera. Estaba quemada y ennegrecida por la explosión, pero el acero del Auto brillaba debajo de mi brazo.

–No lo creo –contesté, intentando parecer todo lo más grande posible.

Años pateándome la calle me habían enseñado a, en determinadas situaciones, ser mucho más grande de lo que era realmente.

El Auto siempre, como había averiguado rápidamente, hacía horrores para darme un par de tallas extra.

Reggie se echó hacia atrás un poco. Su miedo era palpable.

–Mira, chico, solo quiero hablar contigo de ayer.

–Ya hablé con la policía bastante, ¿por qué debiera decirte algo a… ti? –respondió, un tanto más nervioso y asustado de lo que debiera estar.

–Porque a mí me la suda seguir o no un proceso –contesté, crujiéndome los nudillos.

Quería la información que este chico tenía.

Otro destello.

–Te… ¡te quitarán la licencia! –imploró, más que asustado, triste, supongo.

–¿Ves mi puta cara? –siseé–. ¿Crees que mi licencia me importa una mierda ahora mismo?

Reggie dio dos pasos más hacia atrás. En condiciones normales, esto habría sido un farol… No estaba tan seguro cuando se lo dije.

Me senté en una silla y gesticulé para que él me imitase. Saqué un cigarrillo y la foto de mi pitillera. Encendí el pitillo y le lancé al pobre diablo la foto de Crone.

–¿Quién es este? –dijo, devolviéndome la foto después de observarla un rato. Parecía saber, si no quién era, dónde había estado el día anterior. Pero no quería aceptarlo.

–Una de las… no sé… treinta personas o así que murieron ayer.

–Fueron veinte –replicó, ahogando algo, quizás un sollozo.

–¿Y eso lo hace menos inhumano? –arqueé la ceja mientras daba una larga calada.

Reggie se calló y tragó saliva.

–Ya decía yo. Bueno, es una de las personas que murió en La Runa Errante. Yo solo tenía que haber averiguado si él estaba bien. Solo me habían pagado para asegurarme de ello. Sin embargo, hubo un… pequeño problema –continué, incorporándome y acercándome al chico–. Ahora bien, sé que tú… te llevas con gente de… dudosa reputación.

–¡No puedes demostrar nada! –gritó, intentando incorporarse, frenéticamente nervioso.

–Ni falta que me hace, muchacho –respondí, sentándole de nuevo de un manotazo–. De nuevo, mi licencia. Me. La. Suda. Y a ti, lo último que debiera sudártela es mi Auto –dije, encarándole violentamente.

–No te voy a decir nada –intentó el chico.

Me pasé la mano izquierda por la cara, frustrado. No tenía una textura agradable.

–No te enteras de nada, ¿eh? –mascullé, echándole humo a la cara.

–Que te jodan.

Otro destello.

Como un relámpago, mi mano recorrió el espacio entre donde estaba y la cara de Reggie.

El chico cayó al suelo con su silla, haciendo un estruendo horrible.

Antes de que pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando, le cogí por el cuello de la camiseta con la mano derecha, le levanté, y le coloqué contra la pared.

–Habla –susurré, dejando que mi pitillo cayese al suelo y pisándolo para apagarlo.

Reggie, con su cara inflamada, se mantuvo en sus trece. Quizás no tanto por bravado ya, sino por desconcierto y miedo.

Mi mano izquierda cruzó su cara tres veces.

–¿A quién le vendiste el material? Sabes perfectamente a quién fue porque, estoy seguro, no tenían una puta licencia de químico y, si la tenían, era falsa.

–… –respondió

Desenfundé el Auto y lo apoyé contra su rodilla.

–¿Sabes qué es lo malo de los revólveres mágicos como el Auto? Que son como semiautomáticas, no puedes jugar a la ruleta. ¿Sabes qué es lo bueno del Auto? Que parece uno normal, así que es muy fácil hacer que la gente crea que estábamos… “jugando.” ¿Quieres jugar, muchacho? –continué, hablando a un volumen virtualmente inaudible al tiempo que amartillaba mi fiel revólver.

–Kelly –contestó Reggie en un susurro, dándose cuenta de que no iba de farol.

–¿Quién? –añadí.

–Kelly –susurró, derrotado.

–¿Kelly?

–Ed Kelly… –continuó. Dijo algo más, pero el nombre era todo lo que me hacía falta.

Kelly… Ed Kelly era el segundo al mando de Rocker. No era mala gente. Había hablado con él antes de saber quién era y era muy afable y agradable. Descontando toda eso de poner bombas y ser un terrorista…

–Perfecto. Eso era lo que quería oír –sonreí.

Dejé a Reggie en su estudio, el chico chillándome algo desesperadamente, y salí del edificio. Me guardé la foto de Crone en la pitillera y, sacando otro cigarrillo que fumar, fui a un restaurante a tomar un tentempié antes de seguir trabajando.