Vigilancia, parte 23

Disparé rápidamente tres veces, colocando una bala en la mano de cada uno de los asaltantes.

Salté desde la pasarela mientras dejaba el bloque del motor como un colador al caer.

–¡Al puto suelo! –chillé.

Desarmé a los amigos de Sammy y les coloqué en una esquina después de trabajarles las piernas con la cañería de Tim.

–Me dais asco –siseé mientras me aseguraba de que los Estibadores seguían respirando.

El de Alejandro estaba muerto, hecho papilla prácticamente.

El de Tim respiraba con problemas, pero aguantaría un rato.

El de Matt solo tenía el brazo pulverizado. Estaba en el suelo, retorciéndose de dolor, pero viviría.

–Ayúdame con tu colega, anda –le pedí.

–¿Quién eres?

–En lo que a vosotros concierne, un puto mensajero del Anfitrión, ¿te parece? –le contesté, vendándole el hombro con mi pañuelo rompe-ventanas–. Mira, tu amigo no está sangrando, pero probablemente tenga problemas internos, así que hazle compañía. Si ves que le cuesta demasiado respirar, avísame y le hacemos una traqueotomía.

Tristemente, en mi pitillera tenía un kit para hacerla y había tenido que aprender cómo llevarlas a cabo.

–Va… vale –contestó, incorporándose más o menos bien.

–Voy a hablar con estos cabrones –expliqué, para beneficio de nadie en particular.

Me crují los nudillos, puse mi mejor sonrisa y me acerqué a los macarras que había dejado para el arrastre unos minutos antes.

–¿Dónde están? –pregunté, poniéndome en cuclillas delante de Matt.

–Que te jodan –escupió, manchándome el traje de sangre.

–Vale, vale –dije, quitándome la gabardina y el sombrero, que todavía estaban limpios. Al menos de sangre.

Los lancé lejos de mí y de la sangre. Siempre podía comprarme trajes y camisas nuevas, pero un sombrero de ala ancha y una gabardina como los que tenía no. Cayeron levantando una nubecilla de humo.

Encaré a Matt una vez más.

–¿Te gusta tu gabardina de bujarra? –intentó.

De la forma más amable que me resultó posible, le expliqué que no era el momento para bravuconerías, mucho menos para bravuconerías tan insultantes y desagradables.

Tras aclararle mi punto de vista, le enseñé uno de sus molares.

–¿Dónde están las personas que queríais robar?

–Que te… –comenzó.

El Auto sobre la frente hizo que cambiase de opinión.

–¡Te encontraremos y te mataremos! –espetó Alejandro al tiempo que, de fondo, oía una limusina llegar.

–¿Sabéis quién acaba de llegar?

–¿El Loa? –preguntó –Tim, burlón.

Sonreí y asentí.

Después de mi interrogatorio habían tenido mala cara, pero tras entender que, en efecto, El Loa estaba ahí fuera, se les cayó lo que en ellos pasase por alma a los pies.

–¿Dónde? –repetí.

–¡El contenedor rojo del final! –balbució Matt, babeando como alguien… alguien al que le acababan de sacar las muelas sin demasiados miramientos.

–Verás, esa explicación no me aclara una puta mierda porque no veo colores, así que, o me lo explicas como es debido, o te arrastras hasta donde sea que esté la gente.

Pude ver cómo Tim intentaba responderme con la poca bravuconería que le quedaba dentro después de ver cómo había dialogado con Matt.

Tamborileé los dedos sobre las cachas de mi Auto.

El Estibador consideró lo que iba a decir.

–Por este pasillo, el último a la derecha –dijo, derrotado.

–Gracias –sonreí al tiempo que El Loa entraba a la nave industrial.

El hombre llevaba un impecable traje blanco y un maravilloso sombrero de copa a juego.

–¿Qué tiene usted para mí, señor Bullitt? Aparte de un grupo de apalizados.

–Gente –chillé mientras bajaba por el pasillo hacia el contenedor.

–¿Disculpe?

–Los tres que están en el suelo juntos querían robarle un cargamento de personas a los Estibadores –expliqué–. Tendieron una emboscada a sus amigos. Necesitaríamos tres ambulancias para los tres a los que atacaron y otras para los otros tres, supongo. Y a la policía.

–No, no. ¿Por qué cree que quiero gente? Una de mis grandes tragedias es tener que dejar a gente como ellos traficar con gente, pero me gustaría que no hubiese trata…

–No me he explicado, la policía, probablemente, les deportaría. Usted puede esconderles hasta que puedan legalizarse. Y sé que lo hará porque la alternativa es peor.

Me planté delante del contenedor.

Desde donde estaba podía oír cómo El Loa barajaba lo que le había dicho.

El contenedor estaba cerrado con un candado del tamaño de mi cabeza.

Podría abrirlo con mis ganzúas, pero, probablemente, sería más fácil hacerlo con mi Auto.

Amartillé y disparé.

El candado cayó al suelo con un estruendo tremendo, pero no tanto como el bramido de mi revólver.

Dentro del contenedor debía de haber unas… veinte o treinta mujeres, todas de unos veinticinco años o así de edad.

Abrí las puertas, sonreí y las guié hasta El Loa lo mejor que pude. Afortunadamente para ellas, El Loa era un caballero culto con gran conocimiento de varios lenguajes. No el natural de las muchachas, pero sí uno que una de ellas chapurreaba.

A los dos minutos, las mujeres estaban amontonadas alrededor de la limusina de El Loa mientras él llamaba a un amigo suyo para que viniese con un autobús.

–Minuto y medio –dijo el señor del crimen de Noctua, con una enorme sonrisa–. Las ambulancias llegarán en dos y la policía en tres. Han entendido que era importante que pudiésemos… bueno, no estar aquí, ¿entiende?

–Claro, claro –asentí distraídamente mientras me ponía mi sombrero y mi gabardina–. ¿Qué le va a pasar a las mujeres?

–Tengo algunos pisos perdidos por toda Noctua. Vivirán ahí hasta que puedan mantenerse.

–¿Y su estado legal?

–Eso no es mi problema. Las ayudaré a entender cómo… simularlo, pero no tengo ninguna obligación a ayudarlas.

–¿Pero no es esta su ciudad? ¿La ciudad de la oportunidad? –sonreí.

El Loa masculló algo debajo de su aliento.

–De acuerdo.

–Le pagarán lo justo y necesario para ser legales, ¿verdad? –sonreí aún más ampliamente.

–Sí –suspiró.

–¿Estamos en paz? Le he ayudado a hacer lo correcto, después de todo –continué.

–Supongo que sí, señor Bullitt –contestó el hombre, sonriendo.

–Le compensaré por esto –añadí.

Ambos sabíamos que no hacía falta. Habíamos hecho lo que teníamos que hacer.

–Muchas gracias, pero no será necesario –dijo El Loa, metiéndose en su limusina mientras un gigantesco autobús escolar giraba y venía hacia la nave C-15.

Las mujeres entraron y, para cuando las puertas del vehículo se cerraron,  pude oír un grupo de sirenas. Muchas, la verdad.

Las ambulancias y los coches patrulla habían llegado a la vez.

Mientras el autobús giraba la calle, desapareciendo de la vista, entraron seis ambulancias quemando rueda seguidas de un par de coches patrulla.

Decidí quedarme y hablar con, como descubrí rápidamente, la detective Akilah Hughes.

–¿Por qué no me sorprende encontrármelo aquí? –preguntó la agente, sacando su cuadernito.

–He tenido unos malos días –expliqué–. Me gusta pasearme por aquí cuando todo es demasiado para mí. Tuve la buena o mala fortuna de oír a una panda de animales pelearse con los Estibadores que están delante del camión.

–¿Y cómo es que uno de ellos no tiene molares? –preguntó la agente, arqueando la ceja izquierda.

–Se cayó del camión.

–¿Cinco veces?

–Sí –contesté.

–Asumo que tiene su licencia encima, ¿verdad?

–Sí, pero no me va a detener porque sabe que he tenido un día largo y que los tres que están apaleados son los que le dieron la paliza a Karl Mann –continué, marchándome hacia mi Charger.

–¿Cómo lo sabe?

–Bastará con que vaya a su habitación y levante el colchón. Alejandro es la clase de persona que esconde sus trapos sucios debajo de él.

–No seguirá creyendo que mataron a Mann, ¿no?

–No –dije desde la lejanía–. Pero eso no significa que no se tenga que castigar a los que le dieron una paliza como la que le dieron.

Mann había tomado su vida, pero no solo él tenía la culpa. Tenía miedo, pero no era solo su culpa.

¿No?

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