Vigilancia, parte 22

Mientras subía por las escaleras, a lo lejos, se podía oír a un grupo de marineros quejarse de que su barco iba a la deriva.

Enrollé la amarra que había tomado prestada y la tiré al contenedor de basura que estaba debajo de la escalera de incendios mientras esta se replegaba automáticamente.

Subí los dos tramos que me separaban de la oficina y me enfrenté a un nuevo problema.

En contra de lo que había pensado, no había una puerta que diese a las escaleras, sino una ventana.

Tenía una palanca en el maletero del coche, tanto para defenderme en carretera si perdía el Auto como para esta clase de situaciones. Sin embargo, no quería tener que enfrentarme a bajar las escaleras una vez más y tener que volver a pescarlas para subir de nuevo.

Así pues, saqué un pañuelo de algodón especialmente grueso del interior de mi chaqueta y me envolví el puño izquierdo con él.

Técnicamente, el pañuelo era para sonarme la nariz. Al menos, si me preguntaba un agente de policía.

En realidad, le había pedido a un amigo que me lo hiciese a medida. La tela del pañuelo era especialmente gruesa y resistente a cortes. Estaba diseñado para ayudarme a reventar ventanas.

Lo había comprado hacía unos meses, cuando me cansé de quitarme la corbata para reventar cristales. Los pañuelos eran bastante mejores, pero muchas veces se me olvidaba de ese uso y los utilizaba para lo que estaban nominalmente diseñados.

Este, al ser tan grueso, resultaba incómodo para sonarse la nariz, pero no tanto para reventar ventanas.

Miré a mi alrededor. No parecía haber nadie cerca.

Golpeé la ventana.

Golpeé una vez más, esta vez teniendo en cuenta que el cristal era especialmente grueso.

Me frustré, hice un gurruño con el pañuelo, pegué una patada al panel de cristal, inspiré profundamente, saqué el Auto y descargué cinco tiros contra la ventana.

Me sequé el ceño y me quité la gabardina

–¡Por fin! –bramé, apagando las llamas del marco de la ventana sacudiendo el abrigo.

Entré a la oficina y eché un vistazo alrededor.

Era más pequeña que la habitación que Suzette y yo compartíamos.

Delante de la ventana a la calle había un escaparate que daba al interior de la nave, donde se podían admirar las pasarelas de acero y las vigas.

En una esquina había una mesa con una superficie total del tamaño de un folio y medio, con dos tercios del área ocupados por una montaña de papeles.

Detrás de la mesita había un taburete que, probablemente, era más incómodo que la caja astillada que estaba escondida en la esquina opuesta.

Había un gigantesco archivador que ocupaba casi toda la pared, dejando solo a la vista la ventana por la que había entrado.

La puerta estaba cerrada, pero, afortunadamente, se podía abrir desde el interior de la oficina.

Cacharreé con el pomo hasta que me di cuenta de que estaba roto, momento en el que decidí que ya había roto la ventana a tiros, desencajar la puerta y sacarla de sus goznes sería una minucia.

Le pegué una satisfactoria patada y vi como salió volando dos metros, quedándose atascada en la pasarela y bloqueándome el acceso.

Suspiré y le pegué otras dos o tres patadas hasta abrirme camino.

Exploré las pasarelas y eché un atento vistazo al interior de la nave. Al lado del despacho había una pequeña cabina de metal con un panel de mandos. El suelo, por su parte, estaba cubierto por dos niveles de contenedores industriales, dejando estrechos pasillos entre sí. Salvo el central. Por ese uno podría conducir un camión sin miedo a chocarse. Probablemente, tenía esas dimensiones para eso justamente.

Las pasarelas pasaban directamente por encima de todos los pasillos.

Miré al techo.

Había una enorme grúa con dos imanes colgando de un entramado de acero.

Silbé, sorprendido y admirativo.

Obviamente, uno manejaba la grúa desde la cabina que estaba al lado de la oficina. El aparato bajaba, se cogía el contenedor y se soltaba sobre el camión que estuviese ahí. Una vez asegurado, el conductor salía del edificio con su carga y no volvía.

Anduve por las alturas, preguntándome dónde estaban las personas que querían vender estos desgraciados.

Miré mi reloj. Aún tenía suficiente tiempo para que llegasen. Al menos, los amigos de Sammy.

A no ser que el contenedor no estuviese en la nave, estas pobres personas tenían que estar en alguna parte del hangar.

Localicé las escaleras y bajé.

Si no estaban en el nivel más bajo, no podría sacarles del contenedor sin un torete o la grúa. Y lo mejor sería que yo no manejase un contenedor lleno de gente si no sabía usar la herramienta correctamente.

Iría desde la izquierda de la entrada del camión hasta la derecha del extremo opuesto de la nave, golpeando las paredes y esperando alguna clase de respuesta, la que fuese.

Había cubierto alrededor de unos dos tercios de la nave cuando oí cómo alguien abría una puerta.

Salí corriendo y subí las escaleras, acomodándome en la zona más oscura de las pasarelas.

–Te digo que he oído a alguien –murmuró un hombre.

No era una voz que yo conociese.

Eché un vistazo a la hora.

Sammy y sus amigos habían quedado a las dos. Era la una menos cuarto.

–¿A qué hora llega Matt con el camión? –preguntó Tim, intentando hacerse el obtuso y desviar la conversación.

Debía de pensar que yo era o Sammy o Alejandro.

–En un cuarto de hora –contestó un segundo desconocido–. Más o menos­.

–Va, bien.

–¿Por qué hemos llegado antes? –objetó una tercera y cansada voz.

Silenciosamente, avancé por las pasarelas y me coloqué encima del grupo de Estibadores.

Eran del tamaño de apisonadoras. Salvo Tim, que era un poco más pequeño. Pero era como comparar un portaaviones con un crucero. Si te sacudían, te sacudían duro y ambos podían aplastarte sin ninguna clase de problema.

–Joder, es culpa vuestra que siga aquí –se quejó Tim–. Yo quería ser oficinista. Algo más tranquilo.

–Mira, tío, por cómo pegas tú, es una gilipollez –rio uno de los tres Estibadores–. Tendrías que ser un pugilista y dejarte de idioteces. Ganarías mucho. ¿No te dijo el jefe que te quería en el ring la semana que viene?

–Ya, ya, pero paso.

De pronto, la calle empezó a temblar.

–Aquí viene, por fin –sonrió uno de los hombres mientras el camión entraba por la gigantesca puerta.

Tim se recolocó la chupa, probablemente preparándose para tener mejor acceso a un arma, al tiempo que guiaba a uno de sus compañeros y se ubicaban delante del radiador del camión.

De pronto, las puertas del camión se abrieron. En el lado del conductor estaba Matt, armado con un revólver. Al otro – como descubrí demasiado tarde –, estaba Alejandro, con un subfusil.

Antes de que yo pudiese desenfundar, tanto Matt como Alejandro habían apretado sus gatillos, mientras que Tim estaba golpeando a su compañero en la cabeza con un trozo de cañería.

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