El sol lucía tenue en un horizonte marcado de nubes negras. Amanecía, y las tropas de Filipo avanzaban inexorablemente sobre la ciudad de Queronea.
Aeneas escondió el rostro entre sus manos. Las colinas que rodeaban la ciudad pronto estarían plagadas de exploradores macedonios, así que tendría que volver cuanto antes a la ciudad. Pero por un momento buscaba la soledad.
Oyó que alguien susurraba su nombre a sus espaldas. Se giró despacio, y sus ojos castaños se encontraron con los de Aldora.
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