Vigilancia, parte 18

–¿Entonces a qué hora les vamos a ver? –oí en mi cabeza.

Sammy y Alejandro estaban charlando alegremente… en clave, no dejando que alguien como yo pudiese deducir motu proprio de lo que estaban hablando.

Yo podía hacerme a la idea, pero no estaban siendo muy explícitos para mí, siquiera.

Evidentemente, tanto el uno como el otro eran criminales profesionales.

–¿Qué tal estaba Wendy? –le pregunté a Suzette mientras los dos discutían dónde y cuándo iban a quedar con los otros homicidas, dejando de escucharles y dejándoles de fondo, como música de ambiente.

–Muy bien –contestó ella, tumbándose a mi lado y poniéndome a Mika en el regazo–. El DCIM la está tratando bien, por lo que me ha contado. Hay mucha trata de blancas aquí últimamente, por lo visto.

–¿Dónde habéis cenado?

–En La Runa Errante. Nos ha invitado Wendy.

–O sea, que hemos ahorrado al ir ahí, ¿no? –sonreí.

–Sí –rio Suzette, sin gracia.

–¿Qué tal estaba? Mejor que la última vez que fui, ¿no?

–Bastante –contestó ella, torciendo el gesto.

–Perdona –dije, mirándome al ombligo y rascándome los puntos.

–No pasa nada. Entiendo que te pasó a ti, pero no sé.

Abracé a mi pareja y le di un beso.

–¿Cómo lo llevas? –pregunté tras unos minutos abrazándola.

–Pues mal –susurró.

–Lo sé, cariño –dije, besándola la coronilla.

–¿Tú?

–Bueno –confesé–. No es justo.

–Lo sé.

Nos quedamos en silencio, abrazados el uno al otro, como náufragos perdidos en el océano, en una balsa a la deriva.

–Te quiero –dijo ella antes de quedarse dormida.

–Y yo –contesté, dándole un beso en la frente.

Mientras ella descansaba, yo escuché a los dos asesinos, rechinando los dientes y frotando la lengua contra el paladar.

Cabrones.

Se iban a cagar por la pata baja cuando les pillase.

–… mañana a las siete, entonces. Recuérdalo –ladró Alejandro, claramente de mala leche.

–Sí, sí. “La cabeza roja” –contestó Sammy, marchándose y cerrando de un portazo.

Perfecto. Ya podía dormirme.

Sonreí y recé por dormir sin sueños.

Dudaba que eso fuese a pasar, pero siempre era bonito fantasear.

A la mañana siguiente, dejé a Suzette en el trabajo después de desayunar en la cafetería delante de la Torre Ícaro. Tomamos un par de croissants y un café y Sarah habló con Suzette y mi pareja le indicó a la muchacha qué hacer.

Afortunadamente, la camarera no interrumpió nuestro silencio privado durante demasiado tiempo.

La comisaría de Suzette estaba, como siempre, llena de ladronzuelos de poca monta y carteristas. Era lo que tenía acoger a todos los criminales de las zonas turísticas.

Papá Pastillas, mi antiguo camello de Neblinas (una maravillosa sustancia psicoactiva) estaba arrestado. Un rápido saludo después, yo estaba sentado detrás del volante de mi Charger, quemando rueda y dirigiéndome a El Hogar.

No tenía mucho que hacer antes de las siete de la tarde, de manera que pensé que podía colarme en el apartamento de Sammy y Alejandro. Dudaba que fuese a encontrar nada útil ahí, pero nunca sabía.

Lo que sí sabía era que tanto Sammy como Alejandro habían salido a las ocho de la mañana y que, probablemente, estarían unas horas fuera del piso.

Abrí la guantera. Ahí llevaba el SNS, el revólver de repuesto y un juego de ganzúas. Aunque las segundas estaban escondidas para evitar conversaciones incómodas con mi muy legal pareja. Las ganzúas no eran ilegales en Noctua, siempre y cuando uno fuese cerrajero. Yo lo había sido, pero tanto Suzette como yo sabíamos que había sido solo para no meterme en líos en el futuro, pero eso sin hacerle ninguna gracia.

La cómica cantidad de armas de fuego que tenía, sin embargo, a Suzette no le molestaba demasiado. De momento, yo tenía dos armas mágicas (una carabina y mi leal Auto) y dos armas de fuego normales y corrientes (el SNS snubnose y una SNS A3 Automatic nueve milímetros) y eso, de alguna manera, no le molestaba. Supongo que era porque sabía que yo sabía manejarlas. Cuando me conoció había pensado que era algo más de estatus, pero habíamos ido al campo de tiro juntos alguna vez para practicar, así que sabía que me defendía bastante bien.

Saqué el juego de ganzúas y me las guardé en el sombrero, junto con los bolígrafos y tizas que llevaba ahí escondidos.

El apartamento de los criminales era bastante deprimente. Cerré la puerta nada más atravesar el umbral.

El salón del apartamento era pequeño y oscuro. Eso se debía más que nada a que las persianas estaban bajadas del todo. Si el habitáculo hubiese tenido un toque personal, habría sido íntimo. La ausencia de una mano cariñosa hacía que pareciese más que nada, una celda con tres puertas y una cocina enana.

El olor a, siendo generosos, cerrado, no ayudaba en demasía.

La cocina estaba hecha un desastre. Ni cuando Suzette y yo nos tomamos un respiro había sido yo tan desordenado. Y eso que los vecinos habían venido a echarme la bronca. Y, en una ocasión, habían mandado a un equipo enfundado en trajes de materiales peligrosos, de los amarillos esos de goma.

Di la luz en la cocina y, antes de que terminase de ponerse en marcha, apagué el extractor. Era un problema cuando tenían los interruptores el uno al lado del otro, sobre todo cuando estabas cometiendo un serio delito y no querías llamar la atención.

Entré a la habitación interior. Probablemente, era la de Sammy, a juzgar por su reducido tamaño.

La cama parecía no haber sido limpiada en cinco años o así, pero poco más era sospechoso.

Asqueroso, innegablemente, pero no sospechoso.

La habitación de Alejandro, sin embargo, era otra historia.

El joven tenía unos pantalones hechos un gurruño en el suelo y, si mi tacto no me engañaba, estaban manchados con sangre seca.

Hacía mucho que no notaba, sangre seca sobre denim, pero es la clase de sensación que uno recuerda al despertarse con unos pantalones y una cazadora manchados con sangre demasiadas veces (una o dos, en mi experiencia).

Si llevase esto a la policía, estaba seguro de que podría demostrar que Alejandro y sus amigos, habían matado a Karl.

Sammy… Sammy también era culpable, decidí. No había pegado a Karl, pero desde luego no había parado a sus amigos. De hecho, probablemente les habría mencionado donde vivía.

Era tan culpable como los demás.

Levanté el colchón de Alejandro y metí los vaqueros debajo de él. Así podría ser encontrado por la policía.

Sonreí mezquinamente.

Me metí un pitillo en la boca y salí del apartamento. En cuanto cerré la puerta (bastante complicado con unas ganzúas, encendí el cigarrillo y bajé las escaleras.

Un grupo de chavales jugueteando con una navaja me observó, como un lobo mira a una ovejita separada del rebaño.

Lo que no sabían era que la “ovejita” tenía un afilado y gran machete. Bueno, un revólver mágico de alta potencia, pero para el caso era lo mismo.

Los tres delincuentes me siguieron por las escaleras y esperaron a que saliese por una de las puertas traseras.

En cuanto pensaron que me tenían a punto de caramelo, llamaron mi atención chillando “¡Eh, carcamal!”.

Inmediatamente, me giré, dejando que mi gabardina y chaqueta se abriesen lo suficiente como para que se viesen las cachas del Auto.

–Chavales, ¿sabéis dónde está “La cabeza roja”? –pregunté unos segundos después de que se diesen cuenta que sacarme los cuartos, quizás, no era la idea más sensata.

Los adolescentes se quedaron dubitativos unos segundos y empezaron a hablar entre sí rápida y furiosamente.

Decidieron que lo mejor era acatar lo que sugiriese el hombre con un revólver mágico.

Los chicos se acercaron a mí con una asustada sonrisa y me llevaron por las calles que rodeaban El Hogar, contándome historias de las calles.

–Pues aquí nos peleamos con una banda de Reinas que quería empezar a vender Neblinas aquí. Le partimos las piernas al jefe y, al día siguiente intentaron matar a James. Le apuñalaron cinco veces, pero el cabrón aguantó y le partió los brazos al idiota.

–Es que los de Reinas son unos nenazas –explicó James, riéndose, unos pasos por detrás.

–No sé yo. Papá Pastillas es un cabronazo –contesté.

–Papá Pastillas es un caso aparte. De hecho, es él el que nos vende muchas cosas –dijo el primer chico, Porgie–. Nosotros somos como sus representantes en El Hogar, más bien.

–¿Y El Loa? –continué.

Sabía que, probablemente, le rendían tributo, pero prefería confirmarlo.

–Pues nada, ¿qué te puedo decir? –rio Porgie.

–¿Tratáis con él o es Papá Pastillas?

–James ha hablado alguna vez con él, pero suele ser Papá Pastillas el que trata con él.

–Entiendo, entiendo –asentí distraídamente.

“La cabeza roja” era un bareto asqueroso.

Eso era evidente desde una distancia de una manzana.

–Muchas gracias –dije, dejando a mis nuevos amigos a sus anchas en la calle.

Entré al… establecimiento, a falta de mejor palabra.

El interior estaba sorprendentemente bien iluminado para ser la clase de lugar donde la fregona coge sangre todas las noches antes de cerrar. Eso no quitaba que fuese un lugar intrínsecamente desagradable y deprimente.

Saludé al camarero detrás de la barra. El hombre gruñó una respuesta.

Me senté en la esquina más oscura del local y tomé una cerveza. Quedaban seis horas aún.

Siempre podía llenarlas bebiendo.

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