Vigilancia, parte 17

El problema de El Hogar era que era un edificio monumentalmente grande (y que estaba monumentalmente dilapidado, pero eso era otra historia).

Lo primero que hice fue encontrar una cabina telefónica para llamar a Suzette. Me había mandado otro “te quiero” en el funeral y no me había cruzado con ningún teléfono hasta El Hogar.

El problema de las cabinas de El Hogar era que no tenían depósito para las monedas. Bueno, era un problema para el Ayuntamiento, no para mí. Aunque ningún depósito era un enemigo digno de mi moneda con un hilo atado.

–Te quiero –dije en cuanto Suzette cogió.

–Y yo –contestó tímida y triste ella al otro lado de la línea.

–¿Qué tal hoy? –pregunté, apoyándome en la cabina–. Ya has terminado, ¿verdad?

–Sí. Ahora iré a casa en un rato. Creo que voy a cenar con Wendy, que ha venido a saludar, por si quieres venirte.

–Me encantaría, cariño, pero estoy con el caso de Mann. Salúdala de mi parte, eso sí.

–Ya imaginaba, ya. ¿Qué tal la ceremonia?

–Bien, mucho cariño.

–¿Y qué haces ahora? –dijo mi novia, un poco más alegre sabiendo que yo, en efecto, estaba ahí y mi llamada no había sido un figmento de su imaginación.

–Ir a El Hogar a hablar con un amigo de Karl –expliqué–. ¿Qué has hecho tú hoy? –añadí, restándole importancia al edificio con mayor índice de criminalidad de Noctua.

–Me han puesto a escuchar conversaciones pinchadas entre Estibadores para transcribirlas y dar un resumen.

–Vaya. ¿Ha sido interesante?

–Dentro de lo que cabe, supongo –rio ella–. Te quiero.

–Y yo –contesté, jugueteando con el cable del teléfono como un crío–. Averiguo dónde vive Sammy y voy para casa, ¿te parece?

–Vale –contestó ella, un tanto callada.

–No me llevará nada, estaré en casa antes que tú, ¿vale? Te quiero mucho.

–Y yo.

Colgué y localicé una posible entrada a El Hogar. Era una puerta de madera atada a las jambas con un cordón.

Era un poco triste cuando no tenía que forzar cerraduras para colarme en los edificios de aquellos a los que tenía que investigar. Era útil y más cómodo, innegablemente, pero deprimente.

Me habría gustado ver El Hogar cuando se construyó.

Los techos eran altos y, según mi madre, las molduras del techo habían sido preciosas. Mis padres y yo habíamos crecido ahí cuando yo era niño, pero yo no recordaba gran cosa. Cuando cumplí los ocho o así, nos mudamos, de manera que yo no recordaba gran cosa del edificio. Más que nada, recordaba mis clases de magia de aquella época y cómo quemé nuestro apartamento un día por error.

Nuestro piso había estado en el lado opuesto de la manzana. Barajé ir a ver el apartamento donde había crecido, pero decidí en contra. La opción más sabia era ir al patio central de El Hogar y esperar a ver si me cruzaba con Sammy o Alejandro.

Si en media hora no les veía, decidí que volvería a casa. Preparé un papelucho con runas para observar el apartamento de los dos matones. Lo pegaría en la puerta y me permitiría escuchar lo que dijesen dentro. Aunque, si lo que se llevaban entre manos le molestaba tanto a los amigos de Sammy, entonces, seguramente, no hablarían nada en su casa por miedo a escuchas. Escuchas legales, es decir. Probablemente no contemplaban la posibilidad de que alguien como yo estuviese siguiéndoles tan de cerca como lo que estaba haciendo. Sabía lo que habían hecho.

Pensaban que no, pero lo sabía. Bueno, ni siquiera sabían que existía, la verdad.

Saqué un pitillo y me lo fumé mientras observaba atentamente a todos los que se paseaban por el patio interior.

El patio sí que lo recordaba.

Ahí había jugado a veces de niño, hasta que me prohibieron salir a dibujar runas para gastar bromas.

El portero no me había apreciado demasiado.

Eché un vistazo a mi alrededor, a ver en qué estado estaba la portería.

La puerta estaba relativamente nueva. La pared seguía calcinada y, de hecho, todavía brillaba un poco con el color de la magia.

El hijo del portero nunca se recuperó de eso y, según había oído la última vez, seguía eructando arañas de vez en cuando. Por lo visto le había servido para ligar bastante y su esposa actual había sido no exactamente seducida por ello, pero sí lo suficientemente intrigada como para concederle una segunda cita.

Me acerqué a la portería.

El nombre en la puerta seguía siendo el mismo que medio recordaba de cuando nos marchamos de El Hogar, antes del cambio de manos.

Llamé a la puerta.

Como me había imaginado, no recordaba exactamente mi nombre; estaba confuso entre mi nombre de nacimiento y mi nombre actual. Sin embargo, sí me reconoció.

Después de intentar arrancarme la cabeza de un puñetazo, el hombre, Michael, me invitó a entrar.

–¿Qué tal se portan los inquilinos? –sonreí mientras el hombre me servía un vaso de agua.

–¿Me lo preguntas en serio, muchacho? ¿No lees las noticias?

–Sí, sí, pero digo con usted. No habrá nadie peor que yo de niño, ¿no?

–A ver, te diré que eras un desgraciado, sí, pero no eras mal crío. Esta gente… Me tratan bien y me dejan en paz, siempre y cuando yo no les moleste.

–Son una panda de animales, ¿no?

–A ratos, sí. Pero ya te he dicho, me dejan más o menos en paz. Yo me limito a no hacer demasiadas preguntas.

–Ya imagino, ya. Pues, bueno, soy portador de malas noticias, entonces –suspiré, dejando el vaso sobre la mesita de café. Se notaba la viudedad de Michael en el estado de la mesa.

–¿Qué quieres hacer?

–Averiguar dónde viven dos amigos.

–¿Amigos tuyos?

–No, amigos entre sí y amigos de un amigo, pero no míos.

–¿Y quieres visitarles?

–No, solo localizarles. Hoy tengo otras cosas que hacer.

–Entiendo, entiendo. ¿Y sabes cómo se llaman?

–Sammy y Alejandro.

–¿Sammy “Sonrisas”? ¿Alejandro “hijo del hombre”? –dijo el hombre, acomodándose en su sillón.

–Supongo, no sé cuáles son sus motes.

–Son una pareja de latikanos, ¿no?

–Sí, creo que sí.

–Sí, si son esos, viven en el edificio D, piso cuatro, puerta… quince, creo.

–Muchas gracias –contesté.

–¿Y qué tal? ¿Sigues pintando? –preguntó Michael antes de que pudiese incorporarme.

–No, no –respondí, eligiendo no explicarle que ya no podía ver ningún color.

–Vaya pena. Tenías buen ojo.

–Ya lo sé –sonreí–. Sí que dibujo con carboncillos a veces, eso sí.

–¡Entonces sí que pintas, hombre! –rio el hombre.

–Bueno, supongo. Pero ya no hay color.

–¿Y eso por qué? –continuó el hombre, sediento de compañía.

–Perdí la capacidad de ver colores –confesé, dándole un poco de conversación–. ¿Y la música?

–¡Bah! Desde que se murió Laura el año pasado no me apetece demasiado –contestó, sacudiendo la mano– Aprendí a tocar la guitarra para seducirla, ¿sabes?

–¿Sí? –respondí, poniéndome cómodo.

Podría pillar a Sammy más tarde por cualquier otra cosa y hacerle pagar. Necesitaba una historia bonita. Me hacía falta.

Por lo visto, Michael había querido ir a la Universidad y Graduarse desde niño. Sin embargo, nunca tuvo ningún talento mágico ni las dotes mentales como para poder estudiar Historia de la Magia en la Universidad.

Así pues, a los dieciocho, conoció a Laura, una chica que sí entró a la Universidad. Sabiendo que no podría hablar con ella acerca de sus estudios, empezó a tocar la guitarra como cantautor, puesto que eso le parecía atractivo en una persona. El hombre lo intentó y, no solo eso, lo consiguió y tuvo cierto éxito durante un tiempo. Sin embargo, cuando se casó con Laura, decidió dejar de dar conciertos y solo vender álbumes cuando le daba el venazo.

Era bonito oír una historia bonita.

Cuando Michael terminó, me levanté tras coger un trozo de papel sobre el que garabatear.

El portero me acompañó hasta el apartamento de Sammy y se despidió de mí educadamente.

–Gracias –sonreí antes de que el hombre desapareciese por las escaleras.

En cuanto dejé de verle, me saqué un bolígrafo de dentro del sombrero y garabateé una runa en la puerta de Sammy. En el papelucho dibujé la runa hermana. Inmediatamente, me comí el papel y empecé a bajar las escaleras. Ahora solo me tocaba esperar a que Sammy hiciese algo.

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