Vigilancia, parte 16

Había avisado a los padres de Mann de lo sucedido. Había sido una conversación incómoda y triste. Ninguno de los dos se lo tomó bien y, de hecho, el padre del joven, un hombre tan a la antigua que, probablemente, estaba chapado en bronce y no hierro, abandonó el salón para “ir a lavarse las manos”.

Su mujer y yo le oímos llorar desde el sofá.

Ella lloró abiertamente delante de mí.

A lo largo del día, Suzette me había mandado tres veces un “te quiero” por el busca. Yo la había respondido en todas las paradas donde me habían dejado usar el teléfono.

La conversación con el exnovio de Karl, al día siguiente, había sido dura, como cabría esperar. No había querido, lógicamente, creerse que su ex estaba muerto.

Su reacción, sin embargo, no había sido tan previsible.

–¡Es mi culpa! Le dejé y no pudo con ello. ¡Es culpa del puto espejo! –chilló en la entrada del apartamento que compartía con otra estudiante de la Universidad, seguramente, una amiga de la infancia.

–No, no, no. Cálmese, por favor –dije, intentando acallar al estudiante.

Al cabo de unos segundos de griterío, Bérenice, la compañera de piso, arrastró a su amigo por las orejas y me invitó a entrar.

Era una muchacha pequeñita, pero parecía ser la que llevaba la voz cantante en el apartamento.

Me sentó delante de Doug y fue a preparar una taza de té al tiempo que decía algo como “bordel de merde”. No parecía agradarle sobremanera recibir a gente. Tampoco me sorprendía, era temporada de exámenes en la Universidad. No era el mejor momento para que alguien interrumpiese, mucho menos de manera ruidosa.

Una vez calmé a Doug y le convencí de que no había hecho nada malo, me aseguré de que Bérenice le cuidase un poco.

La chica bufó sonoramente antes de aceptar. A regañadientes, pero lo hizo.

Unos días después, estaba en la recepción que la señora Huang había organizado para su antiguo inquilino. Los padres y el exnovio de Karl estaban hablando. Había un par de vecinos un poco desconcertados. Los únicos que parecían estar ahí porque querían (aunque era una palabra un tanto fuerte para un funeral) eran los padres de Karl, su ex y Stella y Steve-o.

El último había dicho unas palabras después de explicarle a los señores de Mann que su apellido era Mhaol, pero que mejor dijesen O’Malley.

Había sido bonito y tierno. La madre de Karl, Susanne, había llorado. Su padre, Hans, había mirado al frente impasible y, de pronto, se había acordado de que tenía unas cosas en el coche. Ofrecí ir en su lugar, pero me dijo que “no tendrá ni puta idea de dónde está” con un marcado acento que no había tenido antes de la elegía de Steve-o.

Cuando todos habían dicho algo (salvo yo, porque no quería llamar demasiado la atención), la señora Huang nos animó a acompañarla a un restaurante, donde nos convidaría a una cena temprana.

Yo me acerqué a Steve-o y a su pareja.

Stella no se molestó en ocultar su mirada de asco. El chico, por su parte, sí fue un poco más discreto. Una de dos, o se había aclimatado a la idea de lo que era yo, o, a estas alturas, le daba lo mismo.

–¿Y Sammy? –pregunté, mientras mi busca pitaba.

–No ha podido venir. Tenía un compromiso anterior.

–¿Con quién? –pregunté, conociendo ya la respuesta.

–Alejandro –soltó Stella, queriendo que les dejase en paz.

–El compañero de piso, ¿no? –confirmé, más que para confirmarlo, para darles a entender que sabía a ciencia cierta quién era.

La pareja asintió al unísono, cogiéndose de la mano.

–¿No os parece un poco raro? –continué, un tanto cansado de tratar a la gente de usted.

–Sammy es así –contestó Steve-o, encogiéndose de hombros–. Organizará una fiesta en su honor, pero a su bola.

–¿Ha hecho algo así antes? –pregunté, rascándome los puntos.

–Hombre, no con un evento como… este, pero sí se ha saltado compromisos importantes antes por… quedadas, supongo, con Alejandro. Hace unos meses Stella le montó una entrevista en su compañía y bien que faltó.

–De acuerdo –asentí–. ¿Por dónde vive? Porque creo que debiera hablar, si no con él, por lo menos sí con Alejandro.

–Puff… –contestó el joven.

–Creo que es importante –presioné, mirando a ambos miembros de la pareja a los ojos.

Stella susurró algo al oído de Steve-o.

–Bueno –comenzó el chico tras unos segundos–, ahora creo que están viviendo en El Hogar, pero no sabemos qué piso es, mucho menos la letra.

–Muchas gracias –sonreí.

–De nada –siseó Stella, fulminándome con la mirada.

–Lo siento mucho, de veras –añadí antes de salir de la sala que la señora Huang había elegido.

El Hogar había sido una buena idea de después de la Guerra del Eje. Edificios baratos erigidos por un millonario para ayudar a veteranos sin ingresos. Sin embargo, al cabo de unos años, él había fallecido y su hijo no había tenido el mismo buen corazón. Todo había deteriorado bastante rápido después de ello.

Ahora, gran parte de los que estaban viviendo ahí eran un tanto deshonestos. En el mejor de los casos. Normalmente, eran encarnizados y despiadados. Cuando El Loa necesitaba músculo para sus operaciones (cosa que pasaba en pocas ocasiones, normalmente, se valía con sus guardaespaldas), iba a El Hogar.

Los autobuses, normalmente, se saltaban sus paradas por la zona a no ser que les quedase otra, es decir, los colectiveros solo frenaban si veían a una ancianita sola en la parada. Y, a veces, ni con esas.

Me bajé a unos quince minutos andando de El Hogar.

Solo me quedaba localizar a Sammy y a su compañero de piso.

Ellos eran la clave de la muerte de Karl.

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