Vigilancia, parte 15

–Yo le conozco a usted, ¿verdad? –preguntó la agente de policía, apuntando lo que le decía.

Era la detective Hughes, la mujer que me había hecho devolverle la Espada Cantarina unos meses atrás.

Me sentiría un tanto ofendido si Karl no estuviese muerto en el baño de al lado. La presencia de cadáveres hacía que la gente no terminase de reconocer a aquellos que les rodeaban.

–Sí, soy Tracer Bullitt.

–Entonces, no ha tocado nada, ¿verdad? –respondió, asintiendo distraídamente.

–Salvo el teléfono, no –dije, no mintiendo en el sentido más técnico de la palabra. Después de todo, había llevado guantes. Decidí no jugármela–. Creo. Puede que tocase algo de la habitación antes de entrar al baño. Pero llevaba guantes.

Algo me decía que Akilah no era la clase de persona a la que uno quería cabrear. No solo porque era una agente del orden, sino porque parecía la clase de agente que se sabía muy bien las leyes que ella tenía que proteger y que estaba haciendo la vista gorda todo el rato.

La mujer suspiró, dejó de escribir en su cuadernito y me miró a los ojos con un odio que, probablemente, solo reservaba para los peores de los narcotraficantes.

–¿Qué quiere que le diga? ¡Mis guantes son muy cómodos! –sonreí.

Pude ver cómo, en su cabeza, la agente me tiraba el cuaderno a la cara.

–De acuerdo, probablemente, Mann se suicidó –anunció la agente tras subrayar una línea con el bolígrafo.

–Pero no hay nota de suicidio –objeté.

–Estará aquí, en algún sitio –contestó la mujer, sacándome del apartamento junto con la señora Huang.

–¡Pero si parece que su habitación ha sido desvalijada! ¡Y tiene moratones como portaaviones por todo el cuerpo! –objeté.

–¡Esto no es su trabajo! Adiós, señor Bullitt. Pase un buen día, señora Huang –contestó la agente mientras su compañero ponía el cordón.

–Vamos a tomar algo –añadí tras unos segundos en el pasillo–. Le ayudará.

–… – replicó la anciana, temblando violentamente.

–¿Qué tal, Mika? –susurré, acariciando a la criatura mientras bajábamos.

Acompañé a la mujer a una cafetería, la senté en una mesita al lado del escaparate y me acerqué a la barra.

Pedí un té para la señora Huang, unas pastas para que comiese algo y una tazá de café para mí.

–Joder –mascullé, mirando al suelo mientras esperaba a que me diesen lo que había pedido.

No tendría que haber sentado a la señora Huang en la habitación de Karl. Al menos, en el pasillo, habría tenido un poco de tiempo para coger a Mika antes de que la anciana llegase al cuarto de baño.

Era mi puta culpa. Tenía que hacer algo.

Había un cabrón detrás de esto y tenía una idea decente de quién podía ser.

Me senté delante de mi antigua clienta y dejé las pastitas delante.

Cogió una y la mordisqueó educadamente. Sorbió silenciosamente su té y miró al tendido.

–¿Por qué lo haría? –murmuró la anciana al cabo de un rato.

–A saber –contesté.

No lo había hecho. Estaba seguro. No. Habían sido los amigos de Sammy. Con él. O él les había dicho dónde vivía.

Joder.

Habían sido ellos y lo habían ocultado como un suicidio. Le habían pegado una paliza y le habían metido entre todos en el piso.

Seguro.

–¿Puedo hacer algo por él? –preguntó la mujer.

–Supongo que podría organizar su ceremonia funeral, ¿no? –sugerí–. Yo podría acompañarla y vigilar a la gente.

–¿Sí? ¿Servirá de algo?

–Estoy seguro de ello –dije, dando un buen trago a mi café.

–De acuerdo. Montaré una ceremonia laica, que no sé si él era religioso.

–No lo era, pero puede que sus padres sí.

Era una sospecha que no había podido confirmar, puesto que habría sido de mal tono colarme en el apartamento de una pareja de sexuagenarios.

–¿Cree que será mejor que sea religiosa?

–No –respondí seguro de mí mismo–. Laico. Estoy convencido de que él no era religioso.

Al menos, no había entrado a un lugar de culto mientras yo le vigilaba. Y, probablemente, su orientación sexual había tenido algo que ver con eso.

–Entiendo –asintió la mujer, observando su taza de té.

Acompañé a la señora Huang a su casa tras determinar que, en tres días, se organizaría el funeral de Karl. Yo le prometí que avisaría tanto a los amigos de Karl como a sus padres.

–Me presentaré como su representante, si no le importa.

–Claro, claro –contestó ella.

Iba a llegar hasta el fondo de esto.

–Le juro que averiguaré por qué hicieron esto.

–Era un buen inquilino –dijo la mujer, para beneficio de nadie salvo para ella misma y el propio Karl.

–Sí. Era buen chico –respondí–. Tenía sus problemas con sus padres, el pobre, pero era buen chico.

–Siempre pagaba a tiempo. Más o menos. Alguna vez falló. Según su informe, creo que era porque se lo gastaba en revistas.

–Probablemente –sonreí–. A juzgar por lo que vi, no me sorprendería.

Al cabo de un rato, acompañé a la mujer al autobús y me preparé para mi nueva misión.

Habíamos quedado que, en cinco días, tendría lugar el funeral.

Me monté en el metro y me dirigí a la Torre Ícaro para hablar con Steve-o.

No me apetecía demasiado que Steve-o me viese. Ya le había escamado verme en el bar, probablemente no le agradaría que fuese yo el que le comunicase que su mejor amigo estaba muerto, pero quería hacerlo yo. Así, si abordaba el tema de mi presencia en todo esto, podría explicarme y defenderme de alguna manera.

Salí del metro y Mika, casi inmediatamente, saltó a explorar el suelo nuevo. Sin embargo, yo lo había visto venir, de manera que, en lugar de caer al suelo, cayó sobre mi mano.

El animal me miró, evidentemente indignado, y soltó una suave llamarada. Furiosa, pero suave.

Arqueé la ceja y la acaricié.

–Pórtate bien ahora, por favor.

Me acerqué a la puerta de la obra y esperé a que el capataz (o el mismo Steve-o, si tenía suerte) se acercase a la entrada.

Al cabo de unos minutos mirando por la verja como un idiota, el capataz se personó delante de mí con cara de pocos amigos.

–¿En qué puedo ayudarle? –contestó, frotándose la nariz.

–Estoy buscando a Steve-o.

–¿Steve-o?

–Sí, el amigo de Mann –aclaré, dándome cuenta de que, a lo mejor, Steve-o era el mote al que respondía cuando estaba con sus amigos–. Tengo que darle unas noticias.

–De acuerdo. ¿Y dónde coño está Mann? –preguntó el hombre mientras se iba a por Steve-o.

–Está indispuesto –contesté, mirando al tendido.

–Puto vago –masculló el hombre.

Un minuto después de que se marchase, Steve-o estaba en la verja, mirándome a los ojos con muy, muy, muy mala cara.

–Tú… tú estabas todos los días en el bar –murmuró.

–Acompáñeme, por favor –dije, intentando permanecer hierático e ignorando el comentario.

El joven abrió la puerta de mala manera. Como había descubierto al investigar a Karl, tanto él como Steve-o eran unos cinco años menores que Suzette, es decir, unos diez o así menores que yo.

Eso no les hacía inmaduros, pero sí más imberbes que yo.

Irónicamente, con mi nueva cara, no me salía barba, mientras que a Steve-o le estaba empezando a asomar una.

El joven me siguió hasta mi cafetería habitual.

Sarah me saludó y empezó a preparar lo que siempre pedía.

–¿Quiere algo? –pregunté al chico antes de ir al piso de arriba.

–No, gracias –contestó, un tanto escamado.

–Sarah no le va a hacer nada. Es buena chica, no hay por qué preocuparse.

–¿Y por usted?

–Yo soy inofensivo, aunque sea complicado de creer. Bueno, soy inofensivo por norma general –contesté sonriendo a Sarah e indicando a Steve-o que me siguiese.

–Bueno, Steve-o –dije, una vez en mi mesa–¸ ¿puedo llamarle Steve-o? Nunca averigüé su apellido –confesé.

No era algo que me hubiese interesado especialmente. Mi objetivo había sido el pobre Karl.

–Como prefiera –contestó él, sentándose delante de mí.

–Me apena decirle que traigo malas noticias.

–Ya imagino. ¿Ha arrestado a Karl o algo y por eso no ha venido?

–Peores todavía –confesé–. Mire, soy Tracer, el representante de la señora Liling Huang, la casera de Karl.

–¿Y? ¿Le van a echar o algo?

–No, verá –inspiré profundamente–… Su amigo, Karl Mann, bueno, le hemos encontrado esta mañana en su bañera. Había fallecido.

–No, eso no es posible.

–Me apena decirle que no solo es posible, sino cierto.

–¡Una mierda! –chilló el chico, levantándose.

–Steve-o, siéntese.

–Usted no es el puto representante de la casera de Karl. Me dijo la semana pasada que siempre hablaba con ella por teléfono –tras unos segundos pensando, continuó–. ¿Quién coño es usted?

–Si se lo digo, no puede decírselo a nadie –suspiré.

–No le voy a prometer una puta mierda a usted. Le he visto todos los putos días en el bar al lado de casa de Karl.

–Ya lo sé. Le oí hablar con Sammy la semana pasada. El camarero le dijo que era un nuevo habitual, pero usted no se lo creyó –resoplé. Prefería jugármela y no cabrear al chico–. Voy a confiar en su discreción. Asumo que hablará con Stella acerca de mí, pero le dirá que no se lo diga a nadie.

–¿Y quién putas es?

–Soy Tracer Bullitt, un investigador privado. Y creo que alguien mató a Karl. No sé por qué, pero quiero averiguar quién y por qué.

–¿Le mataron? –dijo, incrédulo.

–Sí –contesté–. Sus vecinos dicen que entró más tarde de lo que debiera y que hizo mucho ruido.

–¿Y eso le hace pensar que le mataron? –contestó el joven, sonriendo sin gracia, todavía en pie.

–Sí.

–No me lo creo.

–¿Y se cree que se habría suicidado? Porque eso dijo la detective que le echó un vistazo.

–No. Ni de coña. Esta… estaba triste, pero no… no para suicidarse –dijo, sentándose y sintiéndose completamente derrotado–. Joder, o sea, no era un tío muy alegre, pero de ahí a…

–Eso mismo pienso yo. Quiero saber qué coño le pasó y no creo que la policía vaya a poner mucho de su parte –expliqué–. A no ser que la mujer que lleva el caso tenga motivos para creerlo de verdad, no van a indagar demasiado.

–¿Y por qué no les dice lo que cree?

–Lo he hecho, pero la detective, bueno, la he visto dos veces en total y no parece confiar demasiado en mí. Por no decir que creo que debiera hacerlo yo.

–Joder.

Sarah dejó mi taza de café delante de mí con una sonrisa.

–Muchas gracias –le dije distraídamente.

Me giré y volví a encarar a Steve-o.

–Este fin de semana, la señora Huang, va a organizar un servicio en honor a Karl. La he animado a hacerlo. Espero que se lo pueda decir a sus amigos para que se personen. Yo avisaré al exnovio de Karl. Creo que debiera saberlo –dije, removiendo el café sin parar.

–Joder –contestó Steve-o–. ¿Ahora qué hago?

–Vuelva al trabajo, hable con su capataz y tómese el día libre –sugerí.

–Su… supongo –respondió, incorporándose y bajando por las escaleras.

Sorbí el café y miré por la ventana.

La Torre Ícaro iba a ser bien bonita, la verdad.

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